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Después de la firma de los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996, se difundió la opinión semi-oficial sobre que las lenguas indígenas en la actual República de Guatemala (con una población estimada en 15 millones de habitantes sobre una superficie territorial, aproximada, de 108,000 kms. cuadrados), subsistieron después de 500 años de “constante ataque” gracias a la “resistencia” del indígena guatemalteco quien las siguió usando, por medio de actos, en la mayoría de los casos, de aparente o velada desobediencia, o bien –en otros pocos casos- mediante la abierta rebelión. Esta opinión está fundada en la teoría social del “oprimido”, cuya objetividad y veracidad científica siempre ha sido puesta en duda. Así, al enseñarle a la actual niñez guatemalteca esa opinión (convertida ahora, más de 15 años después de aquellos Acuerdos, en “versión oficial”) se le inocula un sentimiento –infundado y falso- de repudio y rechazo por la historia colonial de nuestro país, que abarca algunas de las ventajas culturales que significó la mezcla de las dos culturas; repudio dentro del que incluye, subliminalmente, el resultado actual de nuestra sociedad, un resultado mestizo que no les gusta a muchos que quieren magnificar el pasado prehispánico y exaltar negativa e hiperbólicamente el pasado colonial del indio, de cuya verdadera historia lingüística han creado una nueva “leyenda negra”.
Pero lo cierto es que, en lo que respecta a la verdadera historia del antiguo Reino de Guatemala, parte de la sobreviviente evidencia documental indica que el gobierno de la monarquía española en la Indias Occidentales –desde los siglos XVI y XVII- no siempre buscó “imponer” la lengua castellana (no digamos su cultura, que era multilingüe) sino que, en cambio, hubo una política que fomentó el uso de las lenguas indígenas, para lo cual creó cátedras de ellas en las ciudades importantes, o bien, las creó junto con la fundación –en el caso concreto de Guatemala- de la Universidad, en 1676. Si bien es cierto que en ello influyó decisivamente la labor evangelizadora de la Iglesia Católica en las Indias, también es cierto que el gobierno (sincero partidario del catolicismo) tomó medidas “protectoras”, con disposiciones gubernativas y legislativas que ordenaban el uso de la lengua indígena siempre que había que comunicarse con los indígenas; por ejemplo, el hecho de montar –con todo una normativa jurídica, suficiente para la época- un sistema de intérpretes para todos los actos oficiales, sin descartar algunos casos -probablemente aislados, pero significativos- de altos funcionarios (como el Gobernador Francisco Briceño, 1565-1569) que llegaron a “entender” la lengua materna de los indígenas, clara evidencia de una sensibilidad oficial por la lengua “del oprimido”. A fines del siglo XVII comenzó un cambio en aquella política “protectora” de tales lenguas, cambio que tomó forma en la segunda mitad del siglo XVIII, durante el auge de la dinastía borbónica, que ordenó, sí, la extinción de las lenguas indígenas, pero sin desmantelar el aparato político y administrativo de las Indias Occidentales que se realizó a través de la “república de indios”, cuya estructura aún hoy perdura en algunos pequeños aspectos muy locales. Las disposiciones borbónicas fracasaron –fundamentalmente- porque la “república de indios” creada y configurada desde el siglo XVI funcionaba con su propia lengua, la lengua indígena de cada “pueblo de indios”.
La Guatemala de hoy tiene, política y jurídicamente, un problema lingüístico que no se resolverá con una versión histórica distorsionada; es necesario partir de la verdad histórica para enfrentar adecuadamente el futuro lingüístico de nuestro país.
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